«Mi condiscípulo Schacht es un personaje extraño. Sueña con ser músico. Gracias a su imaginación toca el violín maravillosamente, me dice, y al mirarle las manos se lo creo. Le gusta reírse pero al rato cae en una melancólica languidez que se aviene increíblemente bien con su cara y el porte de su cuerpo. Schacht tiene un rostro blanquísimo y unas manos largas y delgadas, que expresan un sufrimiento espiritual sin nombre. De complexión débil, se inquieta fácilmente; ya esté de pie o sentado, le resulta difícil permanecer inmóvil. Parece una chiquilla enfermiza y tozuda; también le agrada torcer el morro, lo que aumenta todavía más su parecido con una figura femenina joven y un tanto mimada. Ambos, él y yo, nos tumbamos a menudo en la cama de mi dormitorio, vestidos y con zapatos, y fumamos cigarrillos, cosa prohibida por los reglamentos. A Schacht le encanta transgredir los reglamentos, y debo confesar que, por desgracia, a mí también. Allí tumbados, nos contamos largas historias, historias de la vida, es decir, vividas, pero mucho más aún historias inventadas, cuyos hechos sólo existen en la fantasía. Una suave música parece entonces subir y bajar por las paredes, en derredor nuestro. El estrecho y oscuro cuartito se ensancha y van surgiendo calles, salones, ciudades, castillos, personas y paisajes desconocidos, se oyen truenos y susurros, conversaciones, llantos, etc. Es delicioso charlar con aquel Schacht ensoñador. Parece entender todo cuanto le dicen, y él mismo, de rato en rato, dice algo importante. También se queja a menudo, lo cual me hace más grata la conversación. Me gusta escuchar quejas. Se puede mirar cara a cara al interlocutor y sentir por él una profunda y ferviente compasión; y Schacht tiene algo que despierta compasión, aunque no diga cosas tristes. Si la insatisfacción refinada, es decir, la aspiración a algo elevado y bello puede alojarse en algún ser humano, no hay duda de que en Schacht se ha instalado con holgura. Schacht posee un alma.»
[Robert Walser em Jakob Von Gunten]